Tuesday, November 30, 2010

Tomorrow

Me encantaría escribir algo como ‘A menudo me preguntan cuál es mi método para…’ o alguna frase de esas que la gente importante puede darse el lujo de decir en una entrevista en la radio, en algún artículo de revista especializada, ¡de perdis en un blog serio!, o al menos en una plática donde su opinión es, claramente, iluminadora. Esto no es una queja ni menosprecio a las pláticas que tengo con la gente que hace que mi mundo siga girando; sólamente es que tengo respuestas a preguntas que nadie me haría, en buena parte por la inutilidad de esta información. 

Aquí va una de esas preguntas que, si llego a ser un George Martin, Phil Ramone, Alan Parsons o Nigel Godrich, me regodearía en contestar: ¿Cuál es la canción que me marcó primero como aspirante a ingeniero de sonido, específicamente un ingeniero de estudio? Fácil. Tomorrow, de Annie, o como la conocimos en México, Anita la Huerfanita, pero la versión cantada por Andrea McArdle en 1977, quien hiciera el papel  original en Broadway. O debo decir más bien MI versión de la versión cantada por Andrea McArdle en 1977. ¡Perdón! Como siempre, mis historias son rebuscadas e ilógicas. ¿Seré yo? ¿O será el destino, que se complica para darme algo que escribir, y a ustedes algo que leer, y en que tirar su, de por sí, escaso tiempo? Esto va a requerir, como siempre en mi caso, una explicación que, esta vez, contiene una historia un poco amarga. 

Hace siete años y poco más de un mes, un domingo 12 de octubre del 2003, recibí la noticia de que, para junio del próximo año, sería papá. Recuerdo que ese día me habían invitado al Autódromo - ¡por primera vez en mi vida! – a ver una carrera. Disculpen mi imprecisión en este punto. No tengo idea de si era NASCAR, Fórmula 1, los Go-Karts o algún otro apelativo de competencia automovilística que, por descuido y poco conocimiento del tema, no estoy pudiendo detallar. Alina y Vivi, son testigos de que el sol hizo de las suyas ese largo día sin sombra, pues con ellas pasé el día. Al llegar a mi casa recibí la noticia que me haría olvidar insolación, cansancio, hambre o sueño. ¡No cabía de alegría en el cuarto de 40 metros cúbicos donde recibí la noticia! No sé si eso sea muy descriptivo, pero el asunto es que estaba muy, MUY contento. 

Un par de semanas después, Dios decidiría que aún no estaba listo para ser papá, y se llevó un pedacito de mi esperanza y, por un tiempo, mi sonrisa. Cómo lloramos… 

Algún tiempo más adelante, vagando por Tower Records – ¡aún no me había dado cuenta del tremendo sobreprecio que le aplican a casi todo! – encontré una copia perdida del CD de Annie. Una vez más, Alina y Vivi entran en la historia, pues el siguiente punto en el itinerario fue visitarlas en el sótano de su casa, con cariño El Cuevón. Yo recordaba que ese disco había existido como L.P. en casa de mis papás, hacía muchos, pero muchos años. Era de mi hermana, la mayor, y estaba rayoneado por un episodio de imitación de su parte. De imitación de El Zorro, por cierto. Bueno, no sólo ese disco estaba rayoneado. ¡Creo que todos sus discos que cayeron en su manos ese día tenían una suerte de ‘Z’, plasmada probablemente con un bolígrafo BIC – que no sabe fallar -  con evidente maestría!

Como sea, no bien hube puesto la pista cuatro del disco, vinieron a mí recuerdos de mi más temprana infancia, de mi etapa temprana como escolar, de mi adolescencia… y de la ilusión perdida con quien no llegué a conocer, y llegaron también algunas lágrimas que, por lo contrastante del ambiente – ¡qué bien la pasábamos! - nos dieron risa. La interpretación es magistral, la voz sublime. La orquesta… bueno, la orquesta es una de esas orquestas de teatro de comedia musical donde, cada instrumentista, es el mejor en lo que toca. Enough said. Pero no fue nada de esto lo que me hizo llorar esa vez. Fue darme cuenta que, de algún modo, sabía que mañana todo sería mejor. Que mañana el sol iba a salir una vez más, y que podía estar seguro de que las telarañas de tristeza, de duda, de desánimo, iban a ser sólo recuerdos. Que algún día contaría lo que en ese momento me dolía como un punto de apoyo en lo que habría sido mi historia. Lloré sabiendo que, poco a poco, estaba sanando. No me equivoqué. 

Algunos días después, y respetando el ímpetu científico que muy de vez en vez tengo, usé mi disco con fines de estudio. Resulta que, por esos días, el formato aac (sucesor del mp3, un poquito menos nefasto, pero esencialmente pan con lo mismo) estaba entrando al mercado. Habiéndome yo informado del tema, decidí codificar mis canciones favoritas y escucharlas con los mejores audífonos que tuviera, para poder dar una opinión informada. ¡Les digo que vivo convencido de que algún día alguien me va a preguntar ‘¿Y qué opinión le puedes compartir a nuestros lectores acerca del mejor formato de archivos digitales de audio?’! Lo que no me di cuenta, y que acabo de descubrir hace pocas semanas, es que codifiqué de un modo erróneo la canción. Utilicé únicamente uno de los canales de la grabación: el canal derecho. 

Debo haber escuchado esta canción no una, sino varias docenas de veces, con la calma que sólo se tiene cuando estamos solos y sabemos que nadie va a quejarse del loop infinito que hemos programado. ¿No lo han hecho? ¡Es adictivo, cuando escogen la canción correcta!, ¿eh? En cada reproducción, la canción me fue revelando colores sonoros distintos a los que yo había escuchado antes; detalles que ni siquiera sabía que existían en esa vieja grabación. Lo más importante: pude ver el estudio de grabación donde se había grabado ese disco. No estoy mintiendo. Para mí es la mejor grabación del mundo y la mezcla más perfecta, porque siento que estoy junto a la orquesta; en medio del estudio – porque, hay que reconocerlo, nunca me he sentido en el teatro al escuchar esa grabación – y con Andrea McArdle justo al centro. Bueno. Todos están al centro, pues el canal derecho, que fue el único que yo codifiqué, se fue a ambos canales de la grabación que yo escuché interminablemente, y de la cual me fui enamorando. Así, es una grabación monoaural, aunque la original fuera estereofónica. 

¿Qué hay en esa grabación? Permítanme decirles qué escucho yo. Una sección de maderas que abre el tema, a la par de una sección importante de cellos y algún contrabajo perdido por allí. Hay en esta entrada algunos violines en tremolo, pero bastante perdidos. Un piano de cola que entra a partir del puente anterior al coro, y hace un comping en negras durante prácticamente toda la pieza. Una batería con un sonido sordo, pero muy presente. Probablemente de maple, y con un microfoneo cercano. Pero además, un arreglo de micrófonos ambientales que capta la esencia del cuarto. ¿Por qué lo sé? Porque la reverberancia es lo que hace mágica esta canción: sé que esto no es más una pachequez mía, pero desde entonces hasta ahora, he vivido convencido de que conozco el cuarto donde se grabó esta pieza. Una sección de metales con una expresividad muy particular: particularmente son notables el trombón y la tuba de casi todo el número y hasta antes del final, cuando las trompetas toman por asalto el escenario. Claro, como en todo número romántico que se precie, hay un timbal que, cual bailarín de ballet salvaje - ¿esto existe? – se obstina en hacerse notar, una vez más, hacia el final de la pieza. Para mis amigos músicos no debe ser raro que mi descripción tenga una marcada preponderancia de los tenores y bajos de las secciones. Habiendo usado únicamente el canal derecho, tomé aquellos registros que, según el canon clásico de la disposición de ensambles, se colocan de ese lado, de acuerdo a la perspectiva de la audiencia. Estos 2 minutos y 8 segundos fueron suficientes para que yo quisiera tener el conocimiento y la técnica para recrear un espacio, una sensación, a partir de sonidos grabados.

Hace pocos meses, una de las parejas que me han enseñado el concepto ‘amor’ con especial resonancia, compró un equipo de sonido sencillamente espléndido. Me ofrecí a regalarles lo que, a mi juicio, era una grabación que explotaría las capacidades de fidelidad que su equipo ofrecía. Busqué, pues, el disco de Annie. Resulta que para festejar el 20 Aniversario de la obra – en 1997 -, se hizo una reedición del disco, remasterizada y no sé qué más. Otra razón para no volver a comprar en Tower Records: ¡yo compré mi disco original en el 2003 y aún así, me vendieron una edición atrasada! Compré dos ejemplares de la reedición, para poder escuchar lo que les iba a poner a mis amigos. Y de pronto… ¡horror! ¡Una mezcla diferente a la que yo había venerado! Fue espantoso escuchar, de súbito, una guitarra eléctrica con un sonido - a mi juicio - Fender en el canal izquierdo, haciendo un torpe delineado de la melodía principal. Violines más presentes, cellos menos dominantes, trompetas mucho más chillonas, contracantos innecesarios en un trombón de feo sonido, ¡toda suerte de instrumentos que yo no había escuchado! Maldije al ingeniero de remezcla, por haber traído tan al frente estos nuevos elementos, y procedí a buscar mi vieja versión. No la encontré, pero eBay me hizo favor de proveer un ejemplar de esa edición. Feliz por mi compra en una subasta, la puse para confirmar la belleza de la versión original contra lo desecrable de la nueva. ¡Y ahí estaban la guitarra, los violines, el trombón, los agudos…! 

Ahora sé que soy el único responsable por haber escuchado hasta el cansancio una versión a la que se le mutiló el canal izquierdo, duplicando el canal derecho y poniéndolo en ambos canales de esta nueva grabación. De modo sorpresivo, sigo prefiriendo mi versión. 

Hoy cumplo 33 años, como Annie lo hizo en abril, Star Wars lo hizo en mayo y Just the way you are de Billy Joel lo hizo en septiembre. Llego a mi día 12,054 de vida con un poco menos de 70 kg, una hija que adoro, una familia que ha soportado mis peores locuras y mis mejores sonrisas, y amigos que amo y que sé que darían su brazo derecho – y con un poco más de insistencia, también el izquierdo – por mí. Y por cierto: El sol sigue saliendo cada mañana. 

Después de pensar largamente en la necesidad de acostumbrarme a escuchar la guitarra que tanto me lastima en la versión no mutilada de Tomorrow, llegué a una conclusión: No. Me gusta más mi versión. Tomorrow tiene dos canales de grabación; sólo uno de ellos me hizo amar esta grabación, y querer grabar algún día una obra magistral como, considero, es esta. Me resulta innecesario conocer lo que el canal izquierdo puede aportar. Y al igual que con Tomorrow, me debato entre escuchar o ignorar los innumerables canales – no sólo izquierdo y derecho: el de hijo, padre, amigo, pareja, músico, ingeniero, creador, admirador, devoto, ateo, estudiante y maestro - que, a lo largo de estos años, mi historia ha ido grabando en la pista que es mi vida. 

En algún momento escuché uno de los canales y me pareció magnífico. Mi cosmovisión y el concepto que, de mí mismo tuve, fue muy bueno. Más tarde, he escuchado algunos canales que de verdad lamento. Y por un momento he querido creer que escuchar todos los canales es la única forma de ser íntegro y, conociendo todas las aristas de mi personalidad, ser mejor. Hoy me voy a dar permiso de escuchar nada más el canal derecho e imaginar ese estudio de grabación sólo con base en él; de construir lo que quiero ser escuchando nada más lo que creo que en mí ha sido mejor; de ignorar lo que tal vez fue una hermosa Stratocaster para quien hizo el arreglo, pero que a mí me da dolor de cabeza, o hace brotar una lágrima.

Gracias por acompañarme estos treinta y tres años y convencerme de que puedo esperarlos mañana, de que puedo apostar que mañana saldrá el sol, de que falta sólamente un día para estar juntos.   


Con amor,   


Paco


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P.D.- Quizás hago mal, pero si quieren escuchar la pieza de la que tanto he escrito, se las dejo en estos links. El primero es la versión monoaural que tanto me ha gustado. El segundo es la versión original en stereo, que torpe pero libremente he decidido ignorar. Sugiero enfáticamente el uso de audífonos y que cierren los ojos. ¿Pueden ver ese estudio cubierto de madera del que les he hablado?



Andrea McArdle. "Tomorrow (Mono Version)" Annie. Sony Music Entertainment, Inc., 1977

Tuesday, November 23, 2010

Recuerdos

En siete días estaré cumpliendo 33 años. Fuera del muy bíblico – aunque herético – chiste de estar a punto de cumplir edad justa para ser crucificable, no puedo evitar las reflexiones que, de un número tan singular se derivan. Supongo que, además de que a Jesús le hayan crucificado a esta edad, y el asunto aquel de los masones y el grado 33, debe haber un sinnúmero de explicaciones, esotéricas y científicas para que exista esta extraña fascinación por un número que, en otras circunstancias, parecería bastante gris.

En fin; en siete días – y mi mamá diría ‘si Dios quiere’… me he descubierto diciendo esta frase más y más – estaré cumpliendo 33 años. Nada hay de fantástico en ello, pero este fin de semana dióse la coincidencia de haber podido dedicar algunos minutos, y quizás horas, al estudio de lo que tenía guardado, por no decir arrumbado en cajas y cajones nunca abiertos. Entre casas de familia, departamentos de estudiante y bodegas de instrumentos y cosas peores, debo acumular al menos una decena de espacios que alguna vez han tenido cajas y trebejos míos. Mi papá, en su pragmática – pero tierna – sabiduría, dice que si alguna vez te cambias de casa, y no llegas a abrir una caja en los siguientes tres años, es porque realmente todo lo que está en esa caja no te era necesario. De modo que él opta por tirar caja y contenido. Yo no puedo hacer esto. Nunca, creo, he tenido apego a las cosas. Pero sí a lo que las cosas evocan. ¿Es esto un sofisma, una de mis tretas? Yo creía que no, pero cada vez estoy menos seguro de que lo que pienso tenga un ápice de verdad. Debo estarme haciendo viejo…

Como sea, abrí un cajón con cosas que hace más de 8 años no he requerido. Algunas de ellas eran, en verdad, cochinadas que debí tirar hace muchos años: el catálogo de los modelos de plumas Parker de 1992, los 6 programas que logré rescatar de cuando Mannheim Steamroller estuvo en el Auditorio Nacional al principio de los 90s, el resultado del examen de admisión a Ingeniería Biomédica en la Universidad Iberoamericana en 1996… Otras cosas, sin embargo, son verdaderas cápsulas del tiempo que, con mis 33 a cuestas, explotaron con violencia: las cartas de uno de mis mejores amigos de la secundaria, con quien hoy hace años que no intercambio más que saludos cordiales, las fotos de las niñas del Instituto Miguel Ángel de 1994 - que, en precio record, llegué a venderle al Campeche y al Cremoso en $8,000 viejos pesos… ¡era una fortuna, considerando que la Coca Cola, en la tienda de Mariano, costaba $700! ¡A ver, hagan cuentas! -, las cartas de Navidad que mi mejor amiga me dio en diciembre de 1992 con la explícita instrucción de no abrirla sino hasta la medianoche del 24… y muchas cintas DAT con contenido desconocido.

Las cintas DAT (Digital Audio Tape) fueron el único medio digital de grabación al que el usuario semiprofesional tuvo acceso por varios años. Eso y el DCC (Digital Compact Cassette). Misma historia que Beta y VHS. Sólo que ahora ganó Sony con el DAT.

Por causas que todavía desconozco, a mi papá lo embaucaron diciéndole que era el formato que iba a sustituir al cassette en pocos años. Infames… recuerdo que las cintas, cuando yo llegué a comprarlas – dado que el único usuario fui yo, ¡claro! – costaban $240. Unos $1,500 de ahora. Agradezco, sin embargo, que mi papá se haya dejado embaucar. ¿O todo fue parte de una de sus estratagemas? ¿Sabía que tiempo después sería el mejor regalo que yo pude pensar? No lo sé, supongo que le voy a pedir razón de este extraño aparato tan pronto tenga el buen tino de dejar de escribir tonterías y ponerme a investigar cosas igualmente banales, pero con cierta utilidad histórica.

Permítanme explicar por qué y para qué usaba estas cintas. Siendo el único formato digital que permitía grabación, y cegado por la palabra de ‘Digital’ – como nos ocurrió a todos los villamelones que tiramos a la basura el tornamesa y lo cambiamos por un reproductor de CD… para después enterarnos que el LP era mejor en muchos sentidos – yo discurrí que mis inexpertas y definitivamente MUY aficionadas secuencias en mi sintetizador – Yamaha YS200, con un bonito secuenciador integrado, con 8 pistas y, por supuesto, polifonía máxima de 8 voces… creo que los celulares que venden en el metro tienen 8 veces esa capacidad – debían tener un medio que pudiera preservarse. Por cierto que después se añadió a esta colección de juguetes un Roland D-20, con unidad de floppy disk integrada! Prodigios del mundo moderno… bueno, moderno de aquellos años.

Me estoy extendiendo demasiado en un tema sin importancia: encontré más de 40 canciones que grabé entre enero de 1991 y junio de 1995, cuando tenía entre 13 y 17 años en dos, y a veces tres teclados – cuando podía escamotearme el de la secundaria, ¡tenía más sonidos simultáneos para hacer pistas!. De estas, solamente 3 ó 4 deben ser de mi autoría. Gracias a Dios – ahora sí, ¡mi madre me enseñó bien cuándo invocar a Dios en mis textos! – las letras de estas canciones están perdidas. La música, no obstante, la pude escuchar ayer por la mañana. Ah… eso y la única grabación que hay de un Pie Jesu de Fauré que canté como solista en junio de 1989. Por cierto que escuchar esta y corroborar que soy yo, es prácticamente un acto de fe… ¡en mala hora alguien discurrió que las grabadoras de reportero eran buenas para cualquier circunstancia!

El 80% de estas canciones, deben ser pistas mochas que hice para Ciudad Nueva Marista. O mejor dicho, so pretexto de Ciudad Nueva Marista. Guardadas las bestiales proporciones, me imagino que si Bach escribió tantas Cantatas, es porque era lo más taquillero – sin contar con que era la Iglesia la que ponía la papa en su mesa – y porque era la realidad con la que convivía día a día. Bueno, en versión rastita, yo tenía a mano Ciudad Nueva Marista. Encontré las pistas que hice para los Festivales de la Canción, las que hice para Yvette en 1995 – y estas sí, ¡cantadas! ¡Y yo que pensé que en prepa yo tenía ya voz de tenor, sin saber que sonaba a mezzosoprano! –, los temas de presentación que tocábamos en la Coral Marista del Instituto, la obertura de una obra de teatro que nunca llegué a escribir…

Todo esto encontré en un buen número de cintas DAT sin título ni índice. ¿Qué saco de todo esto a mis 32 años y 358 días? Algunas lágrimas. Muchas risas. Sorpresa. Miedo. Recuerdos. Certeza. Satisfacción también.

Hoy puedo confesarlo: ni en aquel entonces pensé que estas cosas eran perfectas. Es más: sabía que el resultado era bastante patero, y hasta un poquito mediocre, pese a dedicar noches y madrugadas intentando hacer mejores pistas, arreglos menos monótonos, interpretaciones menos brutalísticas. Creo, sin embargo, que escuchar lo que en su momento acepté como el trabajo más pulido y decente para lo que mis capacidades daban, pone mi concepto de perfección en una perspectiva muy interesante…

¿Será quizás que en algunos lustros volveré a encontrar algún DVD-R (‘Te acuerdas que eran delicadísimos y que los tratábamos con mucho cuidado pa’ que no se rayaran? Ah, ¡qué tecnología tan arcaica!, ¿verdá, tú?’) o un disco duro de 500 Gb (‘¡Mira, ternurita de disquito!’) con las cosas que hoy hago y diré: ‘¡Hey… hay un par de cosas que valen la pena!’?

Para mi egoteca, tengo que decirlo: de alguna retorcida manera, me gustó lo que escuché. No los expondré al terror de escucharlo, pero me gustó por la inexperiencia, casi ternura que muestra, la experimentación, mis primeros encontronazos con el protocolo MIDI… por ver que algo he aprendido en estos casi 20 años, y que aún entonces, había un par de cosas que valían la pena :)

Hoy escribo desde un Boston gris, a siete días de mi cumpleaños 33, y a dos días de Thanksgiving. Un breve receso antes del periodo más pesado del semestre. ¿O es que quizás no ha dejado de ser pesado? Los proyectos finales están a la vuelta de la esquina. Algunos van a ser cuestiones puramente formales: dedicar las 4 horas que calculo me tomará el ensayo para ‘Arte en Roma Antigua’, preparar los temas para ‘Técnicas de acompañamiento para cantante/pianista’. Otros, probablemente, serán los retos para los que dedicaré noches y madrugadas… y que quizás quemaré en un DVD-R y enterraré en una caja por 19 años más. ¡Ojalá estemos juntos entonces, y podamos compartir otra incursión al baúl de los recuerdos!

Con amor,

Paco

Thursday, November 18, 2010

For the longest time...

Pocas cosas dejan huella tan honda en la vida como las canciones. Dicen los estudiosos que la música es una entidad que no ocupa espacio exclusivo en nuestra memoria, es decir que, a diferencia de otros recuerdos, suele ser complementaria – o mejor dicho, suplementaria – a olores, imágenes, sensaciones táctiles, sabores, y por supuesto, sentimientos. Me gusta la imagen mental de que nuestros recuerdos son piedras en un recipiente, y la música, el agua que podemos verter poco a poco en él, haciendo que ocupe espacio que creíamos inexistente, pero que indubitablemente, enriquece el contenido de nuestro recipiente. 

Tengo una particular precisión en los recuerdos que de mi preparatoria, el CUM, atesoro. Y el recuerdo y legado más importante que del CUM tengo son mis amigos.

Una de las almas más nobles que conozco – y por inmerecido regalo, conozco muchas así, ¡en serio! – es mi amigo Paco Ríos. Desde que tuve la fortuna de conocerle, hace 24 años, siempre ha sido una persona en quien puedo vaciar mis preocupaciones, mis alegrías, mis peores pecados y mis sueños menos ortodoxos. Hasta el día de hoy, creo que el único juicio que de él he recibido fue cuando decidí cobrarle interés compuesto del 2% sobre saldos insolutos, por un préstamo para comprar un peluche de 180 pesos para una damisela que resultó no tener más interés que el que yo tenía en recuperar mis 180 pesos… más intereses. El juicio emitido fue algo así como ‘¡Qué pasado de lanza eres!’ – probablemente con términos menos pulidos -, pero como se dio cuenta de mi maldad inherente como 10 años después, ya no había mucho que hacer. Por cierto, querido Paquito, ¿no tendrás los $10,430.56 que, hasta hoy, valió aquel peluche? Qué odioso puedo ser, ¡aún sin gran esfuerzo! :) 

Dice el refrán que al perro más flaco se le cargan todas las pulgas. Supongo que por eso, y parafraseando al Chapulín Colorado, nos aprovechábamos con bastante frecuencia de la nobleza de mi amigo. La respuesta perfecta a todas nuestras iniquidades era ‘¡Tu mamá!’, apócope de conocida expresión disonante que creo innecesario enunciar. Mentiría si no dijera que, de vez en vez, nos daba un poco de remordimiento. Pero, ¡oh, divina juventud de laxa consciencia!, se nos olvidaba lo suficientemente pronto para hacerle la siguiente maldad. Acoto, sin embargo, que le queríamos mucho. Refraseo: le queremos mucho. Pero desde aquel entonces – ¡y miren que éramos adolescentes rudos y, según nosotros, machos, machotes inconmovibles! - el cariño era suficiente para reconocer que era un tipo excepcional, y que a veces tentábamos demasiado al destino en lo mucho que le perjudicábamos la existencia.

Hace 17 años – ¡por cierto, 2 meses y 9 días después del préstamo aquel! ¡Ya me debía $187.27! -, un viernes 17 de diciembre de 1993 fue la Noche Navideña del Colegio México Primaria. Muchas razones tengo para recordar esta fecha. Para empezar, era el cumpleaños de Paquito y, un poco por maldad, un mucho por cariño, quisimos ir a comprarle un regalo. El regalo perfecto se hizo ver con una simpleza apabullante: Xavier López ‘Chabelo’ recién había hecho una alianza estratégica para sacar al mercado unos muñecos de plástico que, al presionar un botón, cantaban ‘Soy Chabelo, ¿quieres ser mi cuate?’ usando la voz del citado personaje. Era ideal, porque aunque era una mofa en toda la extensión de la palabra – ¡tienen que conocer a Paquito para entender por qué lo digo! -, no era ofensiva en modo alguno, y sí conllevaba un tremendo cariño. Total: nos fuimos el viernes a la salida – aún no lo conocíamos como ‘El Día del Señor’, pero tiempo después lo llamaríamos así, gracias a Don José María Crucet De Las Casas, que en paz descanse – al Sanborns que está en División del Norte y Eje 6 a comprarle el citado esperpento a Paquito. ¡Fue un rollo comprarlo sin que se diera cuenta! Sé que se enojó porque nos fuimos sin él, y sé que a punto estuvimos de no comprárselo nomás por su berrinche… y el nuestro propio.

Esa noche, como ya mencioné, era la Noche Navideña del Colegio México Primaria. Era el último evento del año. Yo sé que no a todos, pero a mí me causaba una especie de tristeza mezclada con alivio que llegaran las vacaciones de invierno. Bellaurus Jazz y la Rondalla eran para mí la forma más evidente de crear y recrear música. Y también estos dos grupos entraban en receso. Era importante no únicamente por ser la última presentación del año, sino porque además sería nuestra última oportunidad de tocar el material navideño. ¿Mencioné ya que, en mi absoluta vanidad, había acertado a audicionar como solista de ‘Ha nacido un niño’, de Alejandro Mejía? Por alguna razón que todavía no entiendo, me vetaron de buenas a primeras. Sospecho de una artimaña de nuestro director, quien por cierto, decidió que yo no iba a ser guitarrista en la Rondalla, sino acordeonista. Caramba… ¡cuánta asociación de ideas con una sóla temática! Para mi egoteca: cuando audicioné para ser solista, los rondallos me aplaudieron. Yo creo que era el código no escrito para ‘¡Bájenlo!’. Nunca lo sabremos. ¿Y luego? ¿Por qué me vetaron? ¡En fin! Aquí termina el episodio para mi egoteca, y mi carrera como aspirante a cantante.

Como sea, esa noche iba a ver, después de algún tiempo y muchas vicisitudes, a la persona que, por muchos meses – ¡creo que es justo hablar de un par de años! -, ocupó el privilegiado lugar - ¿uh? – de ser por quien yo suspirara no una, sino muchas veces al día, y de recibir puntualmente una llamada semanal, nomás por no dejar. ¿Era los jueves? ¡Ah, qué intensas son las amistades y amores de adolescencia! ¡Lástima que a algunos se nos quedan esas malas costumbres! No te hagas, Morales, ¡bien sabes que hablo de ti, ja ja ja!

Ese 17 de diciembre, además del cumpleaños de uno de mis mejores amigos, y de compartir con una persona tan entrañable algunos minutos, tuve la fortuna de conocer una efímera agrupación en la que tocaba uno de mis grandes ídolos: mi maestro Jorge Pastor. Sí, sí. ¡El mismo ingrato que me vetó de la solisteada! Vamos a omitir esta acotación. El grupo se llamaba ‘Contraste’, y aunque era muy bueno, su actuación no hubiera tenido mayor significancia para mí esa noche, de no ser por un tema que presentaron. La canción se llamaba ‘The Longest Time’. Días después sabría que era de Billy Joel, y que el mérito del arreglo a capella era del autor mismo. La interpretación, en cambio, era mérito enteramente de ‘Contraste’. Mi dominio del inglés no era mayor que el de ninguno de mis compañeros, y por ende, mi comprensión de la letra fue escasa. Puedo decir, sin embargo, que la canción me habló sin que yo entendiera lo que las palabras decían. Lo juro. Sabía que era una canción de festejo, de agradecimiento, de lucha, de compasión, de ternura. Así, creo que sabía lo más importante.

Como es costumbre en ésta, mi desorganizada columna, me voy a permitir tomar una ruta divergente en la línea lógica de narración. Más adelante – quizás MUCHO más adelante – sabrán por qué debo relacionar estas adolescentes – y adolecentes – anécdotas con el tema que a continuación expongo: George Massenburg.

Imagínense haber inventado el pan con mantequilla, o la mermelada de fresa, y haberla patentado. Olviden la parte económica. Imagínense la significancia de saber que, en algún lugar del mundo, en cualquier instante en el tiempo, alguien está haciendo uso de su invento. Ahora que, si quieren pensar en la parte económica, no soy quién para prohibir que lo hagan. ¿Qué tal .1 centavo de dólar – ¡sí, bueno, si vamos a hablar de dinero, que sea MUCHO! – por cada pan con mantequilla que alguien se zampe? Considerando unos 7 mil millones de personas en el mundo, puedo garantizarles que, en un día, tendrían cuando menos 700 millones de centavos de dólar, o siete millones de dólares al chas - chas. ¿No me creen? ¿A poco no me comprarían la idea de que al menos una en cada cien personas desayuna, come o cena un pancito – así: pancito; familiar, cariñoso y cercano – con o sin rémora de su colesterol? ¡Y eso que no estamos contando los que, como yo, no sacian el antojo con uno, sino con al menos un par!

¿Cómo llegamos a todo esto? ¡Ah, sí! George Massenburg. Me voy a tener que enrolar en una explicación medianamente teórica para poder hablarles sobre el pan con mantequilla y George Massenburg. En el ámbito del audio – sí, esa disciplina que fluctúa entre la técnica y el arte, dedicada a grabar, reproducir, amplificar los sonidos – una buena parte de los pleitos los tenemos, día a día con las frecuencias. ¿Y qué diablos son las frecuencias? No son otra cosa que el número de veces que algo oscila en una unidad de tiempo. Entre más veces oscila por unidad de tiempo, más alta resulta la frecuencia, y más agudo el sonido en cuestión. Vamos a seguir con nuestra explicación Región 4 de los principios del audio. ¿Han escuchado el ruido que hacen las balastras de esas horribles lámparas blanquiverdes que, en todo hospital que se precie, tienen? Siempre oscilan en un rango de frecuencias muy focalizado. ¿O el grillito que, cuando niños, nos despertaba? Ese suele frotar sus patas delanteras y generar un sonido muy agudo, que tiene una frecuencia de oscilación muy alta. Dicho sea de paso: preocúpense si ya no los despiertan los grillitos: la edad y el abuso del oído son factores para empezar a perder la sensibilidad a los sonidos agudos. Bueno. ¿Entendimos el asunto de las frecuencias? Estoy seguro que sí porque, de mis lectores, todos han sufrido alguna aburrida plática de las que yo suelo tener, y SEGURITO que alguna vez ya los mareé con estas cosas. ¿Todavía no los mareo con dicha plática? ¡Usté sólo diga cuándo!

Ahora sí: cuando en un estudio de grabación tenemos un sonido espantoso en una frecuencia específica en alguno de los tambores, en el piano, en alguno de los lugares donde NO deberíamos tener esa ruido horrible, solemos filtrarlo con ecualizadores. O lo contrario: también podemos querer reforzar alguna frecuencia para darle más presencia o definición a alguna frecuencia en particular. Todos conocemos un ecualizador. Son esas cosas que uno usa a veces en el coche, a veces en el iPod, a veces en el equipo de sonido de la tía Ludmila para hacer que los bajos suenen más ponchadotes, los agudos menos penetrantes, o la voz del niño caguengue de Guanajuato en algún documental de Discovery Channel – ese que recita conocida historia (¡falsa toda ella!) acerca del amante y la amante del amante que, encontrando que sus románticas citas en la calle estaban prohibidas por el padre de la segunda, fijábanse la hora para apasionadas citas entre balcones en el Callejón del Beso. O algo así - menos desagradable. Suben o bajan la presencia de ciertas frecuencias a voluntad. ¿Y cuando la frecuencia que buscamos no es exactamente la que nuestro ecualizador tiene fija? ¡Ah!, pues aquí entra el pan con mantequilla, George Massenburg y los ecualizadores paramétricos.

¿Todos estamos claros de que, lo más normal, es que las cosas no sean normales? Déjenme decirlo una vez más, pero usando términos anglosajones: ¿Todos estamos claros de que, lo más standard, es que las cosas no sean standard? ¿Cómo por qué creemos que las frecuencias de los grillitos siempre son las mismas? ¿O que el tono coatzacoalquense que hay que atenuar está localizado siempre entre los 2.4 kHz y los 2.6 kHz? ¿Y si no? Bueno, pues así como a alguien se le ocurrió que tendría que inventarse el pan con mantequilla, a George Massenburg se le ocurrió que había de inventarse un equipo que pudiera recorrer las frecuencias a voluntad pa’ ver dónde había que hacer las correcciones pertinentes. ¡Suena demasiado sencillo para creer que a nadie se la había ocurrido antes!, ¿no? Pues sí. A nadie se le había ocurrido antes. Cada vez que vean un ecualizador que no tiene las frecuencias fijas, y que además de la ganancia o atenuación tiene forma de recorrer, de “barrer” las frecuencias, de buscar en un rango definido, allí está la mano y el ingenio (y el derecho de autor, ¡claro!) de George Massenburg. Músico, ingeniero, productor, maestro.

Resulta que estoy tomando una materia que se llama ‘Creative Production Skills’, o como yo lo entiendo: ‘Cómo empezar una carrera de Productor sin morir en el intento’. En esta materia, uno de los proyectos, quizás el más demandante del semestre, es un sound alike: una recreación de un tema previamente editado comercialmente.

¿Por qué no? A Paquito – ese soy yo, pese a estar a 12 días de ser oficialmente crucificable - se le hizo buena idea buscar entre los temas que más fibras movieran, y se encontró con ‘The Longest Time’. Confieso que no fue mi primera opción. La discografía de Pink Martini, toda ella, parecía una opción musicalmente más añorable, pero la realidad es que los requerimientos instrumentales de Pink Martini eran, por decir lo menos, groseros. Hago compromiso público por, algún día, recrear una canción suya. Decía yo que Paquito decidió que ‘The Longest Time’ era una  opción medianamente apropiada, por simplicidad, conocimiento del género y artista, y porque la canción me sigue haciendo pensar en gente que amo y amé. Punto. O sea que la escogí porque se me antojó.

Permítanme decirles que las transcripciones que hay para la canción, son bastante mediocres. Así que decidí hacer la mía propia. Conste: no es que la mía haya quedado menos mediocre. Pero como que uno siente bonito cuando ve a su retoño madurar, aunque esté todo cucho, con un ojo aquí y un diente allá, diría Mecano.

El proceso de producción es uno de los temas MÁS ABURRIDOS de leer. Son tantos los detalles que hay que cuidar, que supongo que para los que no tienen que hacer una tarea así, pensar que pasé más de 28 horas en terminar este tema (¡y leer qué diablos hice en esas 28 horas!) resulta algo entre ocioso y estúpido. Me limitaré a decir que hay una gran cantidad de sonidos involucrados en esta canción. Tantos sonidos hay, como personas que prestaron su talento a un proyecto que tiene mucho de capricho. Cada uno de ellos, lo sé, entregó la parte mejor de sus capacidades, fuera en lo interpretativo, en lo técnico, aún en lo humano.

Integrando: George Massenburg estuvo – ¡sorpresa! - en la clase en la que presenté la mezcla final de mi canción. Por cierto que él ha trabajado con Billy Joel, y tiene una opinión muy clara de él como artista: un tipo que sabe lo que quiere, pero que tiene un profundo respeto por el productor. Dice Massenburg, pero sin estar seguro, que no dudaría que el carácter particular de esta canción – el estilo, los coros, los chasquidos - fue sugerencia de Phil Ramone, quien produjo el disco en 1983.

¿Comentarios? ‘Sí, me queda claro que no todos tus cantantes tienen el inglés como lengua materna - ¡Ay!, ¡pero si el único no latino de los grabados es vietnamita! -, pero no me parece que les haya hecho falta alguna.’ ‘¿De verdad los coros y la instrumentación no los sacaste de las cintas originales de Billy? ¡Suenan muy bien, prácticamente con los colores del corte de Joel!’ ‘En tu opinión: ¿qué es lo más importante de esta canción? ¿Qué la hizo ser un éxito en los 80s?’ Mi respuesta: ‘El sentimiento, la vibra que transmite. Que te hace sentir bien.’ ‘Bueno… sí, pero también que es una canción que no fue perfecta cuando se grabó. Se siente que son muchachos neoyorkinos en la calle, cantando un Du-wop para competir contra otra pandilla de adolescentes, y como bien dices, que están contentos de hacerlo. Dicho esto… ¿no quedó demasiado perfecta tu versión? Quiero decir: hay que saber cuándo parar en el proceso de producción, y no perder esa vibra en aras de una producción más pulida. Felicidades, ¡es un trabajo excelente!’

Creo que este post debió llamarse: ‘Cómo integrar los amores de ayer y hoy, las amistades de siempre y una figura preponderante del audio en 4 minutos y 10 segundos’. Sólo bromeaba.

Todavía no sé si mi rol como productor tenga futuro alguno, pero de algo estoy seguro: hoy estoy contento de haber producido una canción que, al menos a mí, me ha movido y me sigue moviendo tantas fibras. Si algún día llego a producir algo que cause esto mismo en alguien que no sea un manojo de sentimientos, como lo es un servidor, aunque esta canción no sea perfecta – y no lo va a ser, ¡todos lo sabemos! – el trabajo de mis maestros en Berklee, la maestría de George Massenburg, el pan con mantequilla de estos años, tantas llamadas telefónicas semanales y un Chabelo comprado en el Sanborns de los Pajaritos habrán valido la pena. Y la distancia de aquellos que amo, y de quienes creen en mí, pese al empeño que frecuentemente pongo en convencerlos de lo contrario, habrán valido la pena.

Con amor y todo mi agradecimiento,

Paco.

P.D.- Sin haber pedido permiso antes a los involucrados, estoy copiando inmediatamente un video con las imágenes originales del video de Billy Joel para esta canción… pero con el audio que generamos – sí, generamos entre muchos – en estas semanas. El segundo video es, visualmente, lo mismo. Pero el audio de este es una edición síncrona – lo que resulta de superponer una pista contra otra, sólo prendiendo una pista y apagando la otra, y sin alterar el tiempo, volúmenes o parámetro alguno – de la pista original de Billy Joel contra la pista que, gracias al amor y paciencia de muchos, tuve el honor de producir.

P.D.2.- Datos relevantes: la canción se grabó en 1983, pero se editó como sencillo hasta 1984. Pese a lo que el video sugiera, las malas lenguas – por cierto, la de Massenburg entre ellas – aseguran que todas las voces que escucharán son Billy Joel, y Billy Joel, cantando junto con Billy Joel y… ya me entendieron, ¿verdad? Aunque se mencionan como los únicos instrumentos usados un bajo eléctrico, esto es mentira. Existen también una tarola ejecutada con escobillas – metálicas, es mi apreciación – y un hi hat que abre y cierra cada tiempo del compás durante toda la canción. Los chasquidos, se rumorea fuerte también, fueron Billy Joel… asistido por Phil Ramone. O sease que todo queda entre los grandes.


El video de Billy Joel con el audio que recreamos

El video de Billy Joel con el audio original... parcialmente